Un instinto se define biológicamente
como una pauta hereditaria de comportamiento, como una característica que sea
común a toda la especie sin excepciones, es automático y repetitivo, razón por
la cual resulta muy difícil de hablar de instintos en el ser humano. Según las teorías de Sigmund Freud, el ser humano carecería de
instintos, y en su lugar tendría lo que se denomina pulsiones. Las pulsiones
humanas fundamentales serían Eros (que engloba las de auto conservación y las
sexuales, pulsión de vida) y la Tanathos (pulsión de muerte).
En los animales se pueden apreciar los
instintos, por ejemplo: Un chimpancé hembra, aun estando en cautiverio, en pleno
alumbramiento, hace paso a paso lo que debe de hacer para que nazca su cría,
por ejemplo, comerse la placenta, cortar el cordón umbilical, amamantar, etcétera.
En cambio, una mujer, en lugar de activar ese mecanismo, se convierte en un montón
de dudas y miedos, generalmente, necesitará de otra persona para el alumbramiento,
al menos que haya tenido una experiencia previa. En un estudio que realizo Irène
Lêzine junto con un amplio grupo de especialistas en guarderías y hospitales en
Francia, observó, que a las
madres primerizas se les debe de enseñar cómo alimentar al bebe, puesto que
muchas de ellas no tenían la postura correcta para cargarlo y brindarle el
pezón, con lo cual tendían a asfixiarlo, ante esto ellas suponían que su bebe
rechazaba el pecho.
Elizabeth Badinter a lo largo de su libro
“¿Existe el Amor Maternal?” señala que en Francia y quizá en toda Europa, se
presentó un alto índice de mortalidad infantil, a mediados del siglo XVIII, por
lo que en primera instancia el Estado Francés se hizo cargo de los niños,
siendo este el responsable de alimentarlos y cuidarlos, no obstante, con el
tiempo, se consideró que resultaba más barato que las madres se ocuparan del
cuidado de los infantes, y para lo cual se hizo un llamado a las mujeres para
que cumpliesen su función.
La autora apunta que el Estado recurrió a
diversos discursos políticos para convencerlas que se ocupasen personalmente de
sus hijos. No fue fácil que las mujeres aceptaran los discursos insistentes y reiterativos
relativos al papel de madre. Por ello, los alegatos de los funcionarios, fieles
a la supremacía machista, tuvieron que apelar a las ciencias naturales,
justificando la existencia de un denominado “instinto” maternal. Varios años
tuvieron que transcurrir para que las mujeres y la sociedad en general aceptaran
estos alegatos, formulados por varios pensadores como Roseau y Freud, que en el
extremo buscan hacer sentir responsables y culpables a las madres hasta de la
felicidad o infelicidad de sus hijos.
En este sentido, Badinter afirma que el
instinto en cuestión no existe, sino que más bien es un comportamiento social e
histórico que varía según las épocas y las costumbres, pero que ha quedado
arraigado universalmente en las mujeres y que socialmente se pretende que este
aparezca en el momento en que ella da a luz, pero apunta, que más bien se trata
de un sentimiento humano, incierto, frágil e imperfecto, contrariamente a las
ideas recibidas.
Norma Ferro en su libro “El Instinto Maternal
o la Necesidad de un Mito” plantea que esto se trata de una de las ideas sólidamente
más asentadas en nuestra cultura y es una de las expresiones de la dominación
de la mujer, cuya femineidad queda reducida en virtud a la supuesta inclinación
innata a la maternidad, bajo la idea de que una mujer no está completa hasta
que no es madre. Según lo sostenido por la autora, la idea del instinto niega a
la mujer la posibilidad del deseo, y por ende de autodeterminación. A su vez,
la noción del instinto se desploma si tomamos en cuenta que a los hijos no se
les planifica y quiere por instinto sino por amor y en función de un proyecto
de vida; que no todas las mujeres tienen o sienten la necesidad de ser madre;
y, los crecientes índices de niños y niñas en situación de calle y sujetos a tráfico,
explotación y abuso de todo tipo.
A
pesar de que las visiones críticas y las nuevas realidades sociales cuestionan de
más en más el mito de la maternidad, mucha gente sigue suponiendo que el
cuidado de los hijos corresponde por “naturaleza” a las mujeres, por el simple
hecho de ser estas son las que paren y amamantan a los críos. Aún más, en franco
contrasentido con el fundamento “biológico” del razonamiento, la arbitrariedad machista
dicta que este cuidado y devoción debe extenderse mucho más allá de la época de
crianza, cuando los hijos ya son mayores de edad, e incluso que ya han formado
sus propias familias; también, esta obligación se suele extender hacia los
lados, cuando se les obliga a las mujeres a cuidar de los enfermos o adultos
mayores, aunque no exista una liga sanguínea o esta no sea directa.
Una
vez resueltos a desnudar estas ficciones, una de las cosas que más llama la
atención no es tanto descubrir que el pretendido instinto materno no funciona
como nos han hecho creer, por ejemplo, en algunos eventos de sismo llegamos a saber
anécdotas de madres que salen corriendo de las edificaciones y dejan a sus
bebés adentro, basta decir que ello no debe ser motivo de mofa y menos para
decir que son “madres desnaturalizadas”. Lo que llama más la atención es que la
idea del instinto materno y la necesidad de aferrarse a este mito actúa más
rápido, más automáticamente y más poderosamente que el propio instinto que dice
representar, esto pasa así porque entraña, entre otros, un sentimiento de culpa
y posesión muy fuerte que condiciona las actitudes y conductas de las personas ante
un sin fin de escenarios.
De
hecho, muchas madres se quejan y critican destructivamente, diciendo que los
hombres no son capaces de llevar a cabo la labor maternal, aun cuando tampoco
ellas tienen el conocimiento exacto, completo e innato de cómo cuidar a un hijo.
Lo que sí sucede es que a ellas desde pequeñas se les estimula hacia esa tarea
por medio de juegos con sus muñecas, y son inducidas a amamantar, bañar,
preparar los alimentos, etcétera. Cuando la mujer critica al hombre en su
manera de cuidar a un hijo, es algo parecido cuando una mujer es criticada por
manejar un auto, ambos terminan dejándole la tarea al otro para evitar ser
censurados y estar en paz con los roles de género asignados.
Impera
una grave confusión de los aspectos biológicos de la maternidad con las
costumbres sociales, ya que lo que en realidad está fuera del alcance de los
hombres es el embarazo y el parto, pero en los demás aspectos de la crianza no
hay razón biológica para no hacerse cargo. Hoy en día hay cada vez hay más
padres de familias monoparentales que demuestran que son capaces de realizar
todas las tareas para el cuidado de los niños.
Debido
a los estereotipos, esto es visto como una amenaza por muchas mujeres que ejercen
un monopolio de la maternidad y que pretenden minimizar al hombre en ese reino exclusivo.
En una sociedad machista, el rol maternal altamente valorado socialmente, le
otorga de manera condicionada a la mujer un relativo status privilegiado, un
lugar de veneración muy delimitado, la maternidad la enaltece y santifica ante
los ojos del varón, cosa que no sucede con su inteligencia o logros
profesionales. Como se trata de un patrimonio femenino, la mujer tiende a
defenderlo celosamente, y padece la contradicción de necesitar ayuda, pero no
quiere perder el frágil control sobre su territorio. En estas condiciones, la
familia puede convertirse en un terreno de rivalidad e incomunicación, en el
que el afecto y afinidad de los hijos, ya sea por la mamá o el papá, se convierten
en moneda de cambio que menoscaba el sentido solidario, estratégico y de
entendimiento que debe tener el estar y crecer juntos.
Una
visión más noble, en cambio, es que el oficio de padre o madre se aprenden con la
experiencia, con decisión y respeto, y es importarte comprender que para
hacerse cargo de los hijos funciona mejor un compromiso de corresponsabilidad y
de conciliación de la vida y aspiraciones profesionales, laborales, académicas
y familiares entre los que integran cada hogar.
Indudablemente
hasta estos días, bajo estas condiciones, sin la madre no hubiésemos
sobrevivido, y ha sido por medio de ella que hemos aprendido un sinfín de
comportamientos vitales, desde la succión hasta el correr, desde el lenguaje
hasta ser empáticos.
No
obstante, Badinter apunta que los hombres más machistas pueden estar contentos
ya que el final de su dominio no está previsto para mañana. Ellos han ganado la
guerra subterránea sin siquiera tomar las armas, sin necesidad externar una
opinión de la que luego deban rendir cuentas, sin embargo, en la práctica se niega
el derecho de las mujeres a trabajar o a estudiar, porque entre otras cosas ello
pone en peligro su destino manifiesto de ser madres de tiempo completo.
Estos
dogmas asumidos y vividos tan cotidianamente implican que “El regreso con
fuerza del naturalismo, que realza de nuevo el concepto trasnochado del
instinto maternal y elogia el masoquismo y el sacrificio femenino constituye el
peor peligro para la emancipación de las mujeres y la igualdad de los sexos”.
Una de las reacciones más viles del régimen machista es polarizar las posiciones,
mostrar como agresiva y violenta cualquier opinión crítica o disidente, incluso
tergiversar y denunciar como enemigos de la institución familiar algunas
propuestas de análisis que nos hacen reflexionar sobre el papel que le damos a
la reproducción, que, además, explican las injusticias, los atropellos y las
obligaciones que hemos impuesto a las mujeres en aras de un supuesto “instinto
maternal”. Como muchas cosas en la vida, lo importante es conocer y hacerse de
una opinión propia pero informada, para tomar decisiones que afectan nuestro
entorno más inmediato, en este caso, el de nuestras familias, con el único afán
de ponerlas al día para que funcionen mejor y proteger a quienes más queremos.
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